Me senté y lloré. Cuenta una
leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río –las hojas, los insectos,
las plumas de las aves– se transforma en las piedras de su lecho. Ah, si
pudiera arrancarme el corazón del pecho
tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni
recuerdos.
A orillas del río Piedra me senté
y lloré. El frío del invierno me hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se
mezclaban con las aguas heladas que pasaban por delante de mí. En algún lugar
ese río se junta con otro, después con otro, hasta que –lejos de mis ojos y de
mi corazón– todas esas aguas se confunden con el mar.
Que mis lágrimas corran así bien
lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por él. Que mis lágrimas
corran bien lejos, así olvidaré.
Olvidaré los caminos, las
montañas y los campos de mis sueños, sueños que eran míos y que yo no conocía.
Me acuerdo de mi instante mágico,
de aquel momento en el que un “sí” o un “no” puede cambiar toda nuestra existencia.
Parece que sucedió hace tanto tiempo y, sin embargo, hace apenas una semana que
reencontré a mi amado y lo perdí.
A orillas del río Piedra escribí
esta historia. Las manos se me helaban, las piernas se me entumecían a causa
del frío y de la postura, y tenía que descansar continuamente.
–Procura vivir. Deja los
recuerdos para los viejos –decía él.
Quizá el amor nos hace envejecer
antes de tiempo, y nos vuelve jóvenes cuando pasa la juventud. Pero ¿cómo no
recordar aquellos momentos? Por eso escribía, para transformar la tristeza en
nostalgia, la soledad en recuerdos. Para que, cuando acabara de contarme a mí
misma esta historia, pudiese jugar con el Piedra. Así –recordando las palabras
de una santa– las aguas apagarían lo que el fuego escribió
Todas las historias de amor son
iguales.
–Fragmento.