Un día de pronto, se apagó mi
chispa. Me quedaba por horas mirando la ventana, pensando en lo tonta que había
sido todo este tiempo y en lo mucho que había malgastado mis esfuerzos alimentando
sentimientos absurdos. Me ponía frente a esta pantalla, y no podía reflejar
nada de lo que sentía. Nada.
Al principio pensé que quizás era
lo mejor, que de alguna manera eso me haría más fáciles las cosas, y lograría
olvidar. Y quizás sí haya sido así, o quién sabe. Pero incluso aunque el
sentimiento parecía haberse esfumado, yo aún seguía sin escribir nada. Y es que
un escritor necesita inspiración, y al parecer, aquella que lo había sido
durante poco más de trescientos ochenta y
cinco días, se había quedado en la última página de aquél libro que me
atreví a entregar.
Así que no me quedaba más que
aceptar las cosas como eran, y a otra cosa mariposa. Regresar a lo de antes,
escribir sobre cualquier cosa que me diera en gana. Pero ni así lo conseguí.
Un
bloqueo literario,
me hicieron llamarle. Y sí, eso era. Y seguro todos los escritores lo han
experimentado en algún momento de sus vidas.
Pero todo pasa. El bloqueo pasó.
No sé cómo, pero pasó. Un día de pronto, la lluvia volvió a parecerme
encantadora, las estrellas volvieron a iluminar mi alma, la luna creciente
volvió a enamorarme, y el papel dejó de ser una superficie plana e incolora y
pasó a tener la profundidad de las cosas que mi mano ponía en él.
Y aquí estoy de nuevo, llenando
los espacios en blanco de aquello que llamamos vida, como siempre lo he hecho, como siempre debió haber sido, y como
siempre lo haré…