“Todos, al final, nos adaptamos a nuestro entorno. Un
día, dos quizás, forme parte de sus pensamientos, echen de menos estar conmigo
y sientan un vacío por mi ausencia. Pero solo eso, porque después, el sentimiento
de extrañeza se esfumará y todo marchará igual. Yo ya no estaré, pero sólo eso.
La vida seguirá su ciclo. Las personas encontraran con quien reemplazar todo
ese tiempo que pasaban conmigo. Pronto reirían con alguien más como reían
conmigo. Pronto tendrían a alguien con quien hablar, como hablaban conmigo. Y
yo terminaría por convertirme en pasado”.
O eso fue
lo último que pensé aquél día antes de tomar una decisión, una decisión que
cambiaría por completo mi vida. Siempre supe perfectamente desde el principio que
no sería fácil, pero jamás había
imaginado que sería así de duro.
Tanto
tiempo que creía tener para decidir qué haría con mi vida se había pasado
volando, de modo que ahí
estaba yo, en una noche lluviosa, recostada en mi habitación, mirando al techo.
No había nada interesante que ver ahí, pero siempre me ha gustado escuchar el
sonido de las gotas de agua al caer sobre el tejado, lo que encajaba perfecto para
que pudiera estar tranquila envuelta en mis pensamientos.
Así que lo
pensé un millón de veces, y un millón de veces más. Necesitaba estar
completamente convencida del paso que estaba a punto de dar, porque a la mañana
siguiente de verdad que no habría manera de echarse para atrás.
Y tomé mi decisión.
Estaba completamente consciente de lo que esta conllevaría, pero ya no
importaba tanto. No prometía jamás volver a sentirme triste, débil o frustrada
por todo lo que sabía que continuaría pasando a mi alrededor, pero estaba
segura de que podría soportar cualquier cosa mientras tuviera a mi lado a esas
maravillosas personas que solía llamar amigos, esos amigos de los que
definitivamente no quería, ni quiero separarme.
Pero esta
decisión no es por ellos, ¡en verdad que no! Lo juro, por primera vez en mucho
tiempo he tomado una decisión pensando
en mí, en nada más que en mí y en mi felicidad…