En medio de una
clase de literatura, la poesía surge. Me obliga a coger lápiz y papel, o si me
encuentro sentada en las bancas de atrás, donde es casi imposible que el
profesor se percate de mis movimientos, sacar el móvil y agregar una nota más a
las miles de notas ya existentes. Notas que se quedan en el baúl de notas olvidadas.
Notas que tienen especial significado en el momento en que surgen, pero que
quedan inconclusas, y con el tiempo se vuelven notas vacías, sin sentido; tanto
que llega un momento en el que, al encontrarlas por casualidad y leerlas te
preguntas ¿yo escribí eso? Leerlas después
de mucho tiempo les cambia el sentido. Aquellas palabras que un día fluyeron de tu interior, hoy ya no te saben a ti. Ya no te
suenan a ti. ¿En verdad yo escribí eso?,
te repites. Sabes que sí, ¿quién más podría haberlo hecho? Pero ya no sirve
de nada. La razón de su existencia ya no importa lo que importaba aquella vez.
¿Para qué tenerla ocupando espacio? Mejor borrarla. Deshacerse de ella. Olvidar
que alguna vez existió y reservar ese nuevo espacio vacío para el futuro.
Vaya, qué
fácil: entrar a tus notas de texto, seleccionar unas cuantas y eliminar. ¿Y si fuera igual de sencillo deshacerse de
los recuerdos que duelen?
¡Oh, qué bueno sería!