Cuando me fui de casa hace un
par de meses para cumplir con mis residencias de la universidad, todo pintaba
bonito. Él se despidió de mí cómo jamás lo hubiese esperado. Me prometió
escribirme por las noches, llamarme, mandarme correos. Me prometió ser amigos
como tiempo atrás lo habíamos sido. Yo estaba lejos, a 580 km de distancia para
ser exacta, pero saber que lo tenía a él para contarle cómo había estado mi
día, todos los días, me hacía sentir en casa. Con su compañía. Los mensajes,
las llamadas, nunca faltaron, tal y como lo prometió.
A él le habían roto el
corazón, o algo parecido, no lo sé, nunca ha sido de los que hablan de esas
cosas, pero gracias a que lo conozco como a la palma de mi mano, nunca tuve que
preguntar, sólo me dediqué a estar ahí. A responder, a ser la amiga, siempre
para él. Sentí que de verdad seríamos amigos hasta envejecer, como siempre quise
desde el día que lo conocí.
Pero paso tiempo. Los
mensajes dejaron de llegar. Mis mensajes incluso le dejaban de llegar, señal de
que estaba ocupado haciendo sus cosas. Un día supe que de nuevo las cosas iban
a cambiar. Y así fue. Dejó de hablarme. ¿Por qué? Lógico: arregló su vida
amorosa y simplemente ya no me necesitaba. Ya no me quería para llenar su
vacío. Puedo decir que incluso mi amistad le ocasionaba problemas. Le
estorbaba. No me sorprendió, pero sí, todavía me dolió.
Tengo mucho de culpa por
haberle permitido una vez más que me hable y me deje de hablar cuando se le
antoje. Tengo mucho de culpa porque el
problema no es que él se vaya, sino que yo siempre lo he recibido de vuelta.
No le odio. No le guardo
rencor. En lo absoluto. Pero de verdad espero que aprenda que no puedes tratar a
las personas de esta manera, por su bien, así como yo ya aprendí, después de
tantas veces que me hizo lo mismo. No se puede sostener un puente de un solo lado, dice Cortázar, y todos estos años la
única que sostenía, porque se negaba a soltar, era yo.
Pero por fin entendí. Y ya
era hora.
Suerte con tu vida.